La digitalización ha cambiado las reglas impositivas y, por ende, las reglas sobre el reparto y redistribución de la riqueza obtenida a través de los negocios. La desvinculación entre acto impositivo y residencia fiscal, una consecuencia directa de la explosión de las ventas por medio electrónicos, ha dinamitado sistemas tributarios con más de cien años de vigencia.
Como consecuencia, empresas milmillonarias y con colosales beneficios han encontrado en la digitalización una fórmula perfecta para no pagar impuestos (o al menos, para dichos pagos sean irrisorios en comparación con los beneficios). Aunando ingeniera fiscal y vacíos regulatorios han logrado burlar a los Estados, aminorando los recursos de los tesoros públicos, imprescindibles para sostener las cuatro patas del Estado del bienestar. Además, se ha consolidado un trato discriminatorio con las empresas tradicionales, configurando un incoherente marco competitivo que acaba siendo negativo para todos: empresas más débiles supone menor creación de empleo y tensiones salariales; y como consecuencia, descenso del consumo interno y cotizaciones sociales inferiores. Hablamos de un agujero que podría alcanzar los 240.000 millones de dólares anuales en el mundo (del orden de un 10% de la recaudación global del impuesto sobre sociedades, según la OCDE).
Sin pretender caer en una burda demagogia, es fácil fantasear con lo que podríamos hacer con tal cantidad de dinero cada año (ayudas a la competitividad, mejoras sociales en educación y sanidad, impulso a la digitalización, cursos de recualificación laboral y un larguísimo etcétera).
La comunidad internacional lleva casi una década asistiendo impávida a esta elusión fiscal, eso sí, declarando solemnemente la necesidad de reparar esta deriva. FMI, Banco Mundial, OCDE y Unión Europea teorizan sobre conceptos como traslado de beneficios o erosión de la base imponible, proponiendo medidas que nunca superan el umbral de la reflexión. Entretanto, se ha instalado una agresiva competitividad fiscal entre países, que ante tal vacío regulatorio ofrecen a las empresas tecnológicas gravámenes ínfimos al objeto de llevarse su parte del pastel. Con todo, los verdaderos ganadores de esta inacción, además de las citadas compañías de corte digital, son los paraísos fiscales, que disfrutan del edén 4.0.
Esta falta de acción internacional ha llevado a muchos Estados a plantearse la adopción de medidas paliativas que cesen esta sangría económica. Francia, Italia, Reino Unido, Hungría, India, Corea del Sur, Australia, Nueva Zelanda, México o Chile han activado o propuesto algún tipo de tasa digital, normalmente asociada a un impuesto sobre el consumo. Un parche que desde luego no solventa el problema a medio ni a largo plazo, pero que al menos pone coto a estas prácticas insolidarias. De este mismo tipo es la propuesta española, que bajo el título de Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales (ISD) pretende recuperar una parte de estos huidizos beneficios. Muchas voces opinan que un impuesto de esta tipología dañaría nuestra competitividad. Arguyen que en un mundo tan tecnoglobalizado, si se estipulan condiciones más restrictivas que los países de nuestro entorno, los negocios acabarán migrando hacia donde se sientan más cómodos, lo que penalizaría nuestro progreso digital. Añaden que los principales perjudicados por el ISD serían los ciudadanos de rentas bajas y las pymes, para finalizar afirmando que la unilateralidad no es el camino y que lo conveniente sería esperar a una tasa digital “consensuada e internacional”.
Todos estos argumentos presentan inconvenientes. Por un lado, la huida de los negocios hacia países con mejores tratamientos fiscales no podría ser la consecuencia de un nuevo impuesto: ya es una realidad. Las facilidades de Luxemburgo, Países Bajos o Irlanda (algunos investidos en forma de escándalo) son cosa del presente. La nueva tasa nacería, precisamente, para acotar estas prácticas. Además, resulta difícil conciliar cómo la ISD afectaría más a las pequeñas empresas y a la ciudadanía.
Precisamente son las primeras las que más se quejan de la competencia que suponen los monopolios tecnológicos y no es menos el clamor de las grandes compañías cuando se habla de trato fiscal discriminatorio. Otro tanto podríamos decir sobre los ciudadanos de rentas bajas: sería el colectivo más beneficiado si la nueva tasa se traduce en mejores servicios sociales. Aquí encajaría a la perfección la propuesta de nuestra organización de usar el ISD para alimentar la hucha de las pensiones. Sería la representación perfecta de cómo poner los beneficios de la tecnología al servicio de las personas.
El argumento de esperar a una solución internacional pierde peso cuando se observa la experiencia gala. Francia recaudará más de 1.000 millones de euros en dos años, con el simple compromiso de liquidar diferencias, en el caso de las hubiere, si se consensua un gravamen internacional tipo. Se trata de unos recursos que no nos podemos permitirnos el lujo de perder por esperar a terceros. Es una oportunidad para financiar nuestro modelo de sociedad que no se puede desaprovechar.
Como ya hemos apuntado, las tasas digitales al consumo son parches temporales. El futuro de la fiscalidad empresarial debe evolucionar hacia un marco más integral y holístico, teniendo en cuenta, además de la emergencia de los mercados digitales, la tendencia a considerar las empresas con menos personas trabajadoras como más valiosas.
Un buen camino sería el que apunta la Comisión Europea, que propone bases imponibles empresariales con niveles mínimos de tributación y condicionadas al número de personas contratadas y sus remuneraciones. Estamos ante una oportunidad de reconducir nuestros sistemas tributarios para hacerlos justos y equitativos, otorgándoles su verdadera finalidad: redistribuir la riqueza y financiar nuestro modelo social.