Foto: Reuters

Las consecuencias de la falta de una política migratoria

Artículo de Cristina Antoñanzas, Vicesecretaria General de UGT, publicado en Público

Imagina una comunidad de 27 vecinos en un edificio con problemas estructurales que podrían amenazar la habitabilidad del mismo. Son unas obras a largo plazo que requerirían modificar el interior y el exterior del edificio, afectando a unos vecinos más que a otros. En la reunión de la comunidad es imposible llegar a un acuerdo y finalmente optan, con el asentimiento de todos, por la solución más sencilla, aunque eso implique que en el futuro el edificio pueda ser inhabitable. Contratar un servicio de mantenimiento para que se haga cargo de los desperfectos visibles, algunos de ellos permanentes, recurriendo a la misma empresa que utiliza cada uno de los vecinos para pequeñas obras en sus hogares, a veces de manera regular a veces irregular.

Todos ellos son perfectamente conocedores de que esta empresa no respeta los derechos de los trabajadores, hombres y mujeres sin asegurar y sometidos a condiciones de trabajo cercanas a la esclavitud, pero es la única dispuesta a hacer el trabajo con las condiciones que ofrece la comunidad y obviando que los desperfectos visibles ocultan fallos estructurales.

De tanto en tanto este empresario utiliza la situación de poder que los 27 vecinos, por separado y juntos, le han dado. Ellos tienen más que perder, le necesitan. Si su exigencia de más dinero es rechazada, si alguno de los vecinos plantea dudas sobre la situación de los trabajadores, si la comunidad, dado que los problemas estructurales cada vez generan más necesidad de mantenimiento, empieza la búsqueda de otra empresa, el empresario retira a los trabajadores durante cuatro días y los vecinos se encuentran sus casas inundadas, el ascensor sin funcionar, sin luz…Hasta que ceden y se avienen a las exigencias del empresario.

Sin pretender quitar un ápice de complejidad a las causas de los recientes hechos acaecidos en Ceuta, y en otros momentos en la Ciudad Autónoma de Melilla, en Canarias o en diferentes lugares situados en las fronteras exteriores de la Unión, estos pueden explicarse de forma sencilla. El control de la migración es un servicio y la Unión Europea lo subcontrata con países terceros, sin ahondar demasiado o nada en absoluto en la calidad democrática de estos países, sin plantearse que puede haber otros enfoques de la migración, y olvidando que somos un continente envejecido entre otras cosas.

Hemos asumido con una pasmosa naturalidad que el final de un proyecto migratorio pueda terminar en muerte. Hemos aceptado el hecho de que determinados puntos de las fronteras exteriores de la Unión, entre ellos las Ciudades Autónomas o Canarias, se conviertan temporal o permanentemente en centros de contención de la migración sin calcular ni compartir los impactos que esto tiene en las poblaciones y menos aún en las personas migrantes. Y con la misma naturalidad, hemos dado por bueno que el control de las migraciones sea el objeto principal o una clausula más en acuerdos firmados con terceros países, incluidos aquellos en los que el respeto a los derechos humanos de sus propios nacionales y obviamente de las personas migrantes, es más que dudoso o directamente inexistente.

En este contexto y unido a otros factores como la falta de oportunidades, los conflictos o la persecución en países de origen, el control de la migración se ha convertido en una recurrente forma de presión para lograr otros objetivos. La Unión Europea no tiene una política de migración, pero si un objetivo: «luchar contra la inmigración irregular» que machaconamente se incluye en todos los documentos y normas de la Unión, caracterizando así a la inmigración como una especie de ente peligroso y distinguiendo entre aquella que queremos y aquella que no debe entrar nunca en el territorio comunitario. No se habla de personas migrantes, mujeres, hombres y menores, sino de flujo migratorio regular o irregular. No hay causas para migrar o huir de un país, sino «crisis de los refugiados» o «crisis migratoria» es decir, como se percibe en los países de recepción la llegada de personas migrantes.

Lo que ha sucedido ahora en Ceuta es consecuencia de unas erróneas y erráticas políticas bilaterales y europea en las que el control de la migración es un elemento de intercambio y de presión. Una presión con consecuencias negativas para las poblaciones en las que impacta, pero particularmente para las personas que en este caso han sido usadas como instrumento y puestas en peligro para conseguir un objetivo que hoy puede ser uno y mañana otro. Una presión que es también rápidamente utilizada por quienes no pierden oportunidad para alentar el rechazo hacia la inmigración como hecho social y hacia las personas migrantes. No deja de ser llamativo que conociendo el resultado, la Unión y los 27 Estados Miembros que casi nunca logran ponerse de acuerdo en nada que tenga que ver con la migración y el asilo, insistan una y otra vez en las mismas medidas y objetivos a corto plazo para tratar de paliar las deficiencias estructurales de una política cuya base principal es el control de la migración irregular.

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